Fui sacando plano a plano, línea a línea todos los rasgos de mi magullada personalidad:
Primero, fueron los sentimientos; algo fácil debido a la gran carga que de ellos recorren nuestra piel.
Segundo, las metas y los sueños. Algo más esquivo tras la línea rosa del húmero izquierdo, bajo la sombra del álamo.
Tercero, el lenguaje viperino que nos condiciona y tergiversa en la visión de nuestro microcosmo.
Seguí así durante minutos, lustros, eones... Hasta que di con el último rasgo de mi autorretrato cubista: el ego. No ese irracional sentimiento del 《yo》, no. Ese niño solitario y sombrío que aguarda a nunca ser reconocido... la inocencia que creemos demasiado poco para nuestra vida; demasiado injusta para juicios amañados con la esperanza de ser mejor sabio.
Esta línea malva con manchas de baldosa negra sobre su lomo, cubre bordes y araña la conciencia de los planos superfluos impostados. Como mapache engañado en frío metal del mes de junio.
Transforma y cambia, todo comienza, porque desde abajo te devora la luna de la inocencia.

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