«Se extendió perfectamente por todo mi cuerpo, ajustándose como
una armadura. El hielo supuso una coraza contra el mundo y el dolor ajeno. Si todo se queda fuera y lo
de dentro se ha parado como mecanismo de defensa, no es necesario nada más para
seguir subsistiendo, ¿verdad?»
Se acomodó, Meredith, su última grieta que desconectó su
corazón de cada una de las partes de su cuerpo. Primero, sintió un frío que le era
ajeno, que veteaba su piel, sin más intención que una hormiga por la tierra
buscando el sol. Después, llegó la tiritera que comenzaba en los huesos, otorgándoles
una densidad propia del martillo de Thor: indestructible y embrujado. Más
adelante, le siguió el resto del cuerpo. Tras el paso del tiempo, se aclimató a esa
armadura perfecta, que hacía juego con sus ojos y que chirriaba en exceso con
su sonrisa.
El muro ya se había alzado y nadie, por mucha sangre azul
que corriese por sus venas, le encontraría la llama titilante que se mermaba
bajo la coraza.

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