Cada vez me adentraba más en el mar. Dejando atrás la suave
arena.
Mi pelo se mimetizaba con las olas que mecían los mechones de
mi pelo al son caprichoso de la marea.
Mis brazos se seguían moviendo inquietos por el nerviosismo;
mis dientes jugaban al gato y al ratón con el labio inferior.
Mis piernas parecía frenéticas: la espuma del océano al que
me adentraba las adormecía con un dolor sordo.
Como en medio de un sueño en que buscas la salida a una situación
fatídica, mis pulmones no eran capaces de procesar el aire, mis ojos de mirar más
allá del deslumbrante reflejo del sol. Cada brazada se sentía como un esfuerzo titánico.
Una ola consiguió hundirme con mi equipaje de angustia.
Cuando piensas que has muerto, te deshaces del peso de las
preocupaciones vitales.
Cuando sientes la trasmutación de tus células, no ves
presente, solo el pasado.
Un golpe en la mejilla me despertó: ante mis ojos rezaba una
promesa de libertad.

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